30 de abril de 2010

ARRIAGA


Valdemar Arriaga se dejó llevar por la tonalidad rojiza de la tarde, se olvidó por un momento de mirar al espejo retrovisor cada cinco segundos y mejor palpó la bolsa interior del saco de pana. Sintió la dureza de los cartoncillos y respiró más aliviado. La fila de autos podía ser interminable, pero cuando vio la hora volvió la tranquilidad.

Prefirió adelantarse a lo que escucharía unos minutos después, así que vio con atención cada una de las casas, apartamentos y lotes baldíos que le daban forma y vida a Calle Melancolía y que en poco tiempo visitaría acompañado de un cantante español llamado Joaquín Sabina.

Tocarían la puerta de la colegiala que con falda tableada y blusa blanca con rayas azules custodiaron las mañanas de secundaria de Arriaga, y él sentado junto a ella sin poner atención a la química y biología. Luego irían a ese espacio donde una cancha de futbol colindaba con los campos de maíz, y cada vez que el balón rodaba la aventura de encontrarla le daba otro sentido a las horas. Y en esas latitudes, estarían Andrés con su hermano corriendo tras él y Pablo con su pierna lastimada para siempre.

Y más allá, donde las lámparas nunca encendían, se ubicaría un portón donde habitaba una maestra y su cabello negro, su piel morena, su vista perdida en las tardes juntos sin otro sentimiento, para acomodar la frase de amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño

Lo mejor era seguir de frente y evitar entrar a ese apartamento, continuar ese camino de piedra y lodo para encontrar a Sara Landeros, con su mirada nerviosa, sus manos delgadas, sus piernas interminables; entonces decirle que si estaba lista, y ella con esa voz que ensombrece la razón de Arriaga, le diría que sí, que lo estaba.

Entonces ya, los tres juntos, podrían avanzar en este nuevo sentido de la noche, para saber que gracias a Sabina algunos días se podían ceñir a los recuerdos variados, desde los más dolorosos, hasta aquellos que agotaban la más amplia de las sonrisas de Arriaga, esas que salían de manera involuntaria y sólo cuando estaba a la orilla de la chimenea.